El dolor ajeno y mi pecado
«”Ustedes, todos los que pasan por el camino, ¿no les importa esto? Observen y vean si hay dolor como mi dolor, con el que fui atormentada, con el que el Señor me afligió el día de Su ardiente ira”» (Lam 1:12).
Se cree que Jeremías, conocido como el profeta llorón, es el autor de este libro de poemas que describe con una profundidad única el dolor debido a la devastación y al sufrimiento experimentado por su pueblo.
Judá estaba pasando por un momento de castigo de parte de Dios. Debido a su pecado, Dios los había entregado en manos de los babilonios.
El sufrimiento que el autor describe había tocado la vida de todas las personas, ni los ancianos, ni los niños se libraron del justo juicio de Dios.
Luego de toda la riqueza y la opulencia de Jerusalén, el autor de lamentaciones describe un contraste devastador, al compararla con una ciudad asolada, cual viuda que se ha quedado completamente sola y sin ayuda.
A pesar de que Jeremías había predicado y profetizado, durante casi 40 años, acerca del juicio de Dios debido a su pecado, el reino de Judá no solo se burlaba e ignoraba sus avisos, sino que lo había apedreado y encarcelado varias veces.
En este libro se puede ver el corazón de un hombre que sufre al ver que todas sus profecías se estaban cumpliendo ante sus propios ojos.
Judá había ignorado a Dios, estaba en rebeldía y el momento del castigo y del justo juicio de un Dios santo que había sido rechazado por Su pueblo, se estaba haciendo visible.
Dios la afligió debido a la multitud de sus rebeliones (5), y de esta manera, vemos que el sufrimiento descrito en este libro no fue debido a la acción externa de hombres impíos o malos, fue debido a la propia consecuencia devastadora que el pecado había provocado.
Dios mismo infligió ese dolor en Su pueblo, no con el propósito de acabarlo y destruirlo, sino con el propósito de recordarle a quién pertenecía, quién era su única y verdadera ayuda, quien era su Dios.
En el primer capítulo, vemos cómo recordar la prosperidad y la bendición de tiempos pasados, añade más dolor y sufrimiento ante la calamidad presente. En ese momento Jerusalén estaba sola, no llegaba ayuda de ninguna parte, y sus enemigos se burlaban de la falsa esperanza que albergaba.
La descripción de lo que acontece es terrible, los enemigos de Dios y de Su pueblo están contaminando el lugar sagrado. Así que de un momento a otro surge un lamento, una súplica al único que podía ayudarle a hacer frente a los enemigos.
La vida como la habían conocido hasta ese momento ya no era la misma. Todo había cambiado. Así que Jerusalén personificada en una mujer, se lamenta y se queja por la falta de empatía y ayuda. En medio de su sufrimiento la gente pasa de largo, nadie hace o dice nada.
Y así es la vida de quienes sufren, muchas veces se lamentan y se quejan, pero nadie escucha. Nunca podremos conocer realmente la intensidad del dolor ajeno.
Judá estaba sufriendo debido a su pecado, porque el pecado trae destrucción, dolor y pérdida. ¿Cuántas veces en nuestras vidas no hemos experimentado un dolor semejante debido a nuestra rebeldía contra Dios? ¿Cuántas veces el pecado no ha traído destrucción, soledad, pobreza y miseria a nuestras vidas y a la vida de quienes nos rodean? ¿Cuántas veces no hemos sido como Judá, ignorando el mensaje de arrepentimiento y un cambio en nuestra manera de vivir? ¿Cuántas veces no nos burlamos de y rechazamos a quienes nos advierten que nuestras obras algún día serán juzgadas por Dios mismo?
Tal vez haríamos bien en ver este ejemplo de una nación próspera que se mofaba y burlaba, que rechazaba e ignoraba los avisos recurrentes del justo juicio de un Dios santo que no comparte Su gloria con nadie más.
Podríamos aprender del dolor y de la calamidad experimentada por el pueblo de Judá y recordar que Dios es misericordioso y nos ha prometido bendición si le obedecemos y obramos de acuerdo con Su Palabra, y que, a su vez, nos ha advertido de las consecuencias de la desobediencia, de la idolatría, de la rebeldía del corazón.
Este pasaje me hace pensar en las veces en las que en mi propia vida he actuado tan tontamente como Judá, y me hace derramar lágrimas de gratitud porque en medio de mi necedad Dios me mostró Su gracia y me permitió doblar rodillas, abrir mis labios, confesar mi pecado y correr a Cristo.
Bendecido y alabado seas mi Dios.
Mónica Carvajal